La concepción de la vida del hombre como una peregrinación es común a muchos pueblos y tradiciones. De hecho, el camino constituye una de las cuatro o cinco metáforas mayores primordiales, que pertenecen al acervo cultural de todos los tiempos. Se trata de un símbolo arquetípico, presente ya en las civilizaciones más antiguas y en la psique profunda de los seres humanos, y que se refleja en expresiones cotidianas relativas al llamado «camino de la vida ».[Nota 1] Eso permite definir al hombre como un « animal itinerante». De allí que la consideración de «la vida como peregrinación» se vincule en muchas culturas y religiones con la idea del origen transcendente del hombre, al tiempo que se consideran los tropiezos y caídas de los caminantes como una representación de sus fallos, carencias y errores. El deseo o su aspiración de retornar al estado inicial de inocencia o de pureza, le otorga al hombre un carácter de «extranjero en esta vida terrena», a la vez que recuerda su condición de transitorio y perecedero en todos los pasos de la misma.
El poeta León Felipe expresó como pocos la experiencia de la peregrinación en los siguientes versos de Romero solo:
Son atributos del peregrino el cayado, el camino, el manto, el pozo con el agua de salvación, la concha del peregrino. Sus significados son diversos:
el cayado o bastón simboliza a la vez la prueba de resistencia y de despojo;
el morral abierto es símbolo de humildad;
la concha del peregrino era el distintivo que traían aquéllos que regresaban de la peregrinación a Santiago de Compostela; entre otros significados, la concha simboliza la muerte y renacimiento.
En el catolicismo de la Edad Media se distinguían tres clases de peregrinos:
Romeros, aquellos que iban a Roma.
Palmeros, aquellos que iban a Jerusalén.
Concheros.